Por Gloria Guerrero
Cuando Aimé Painé murió, en 1987, tenía sólo 44 años. No llegó a conocer la bandera mapuche ni la Ley de Desarrollo Indígena 19.253, ambas instauradas recién en 1991. Nada supo de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la Asamblea General de las Naciones Unidas (2007) ni tampoco de las huelgas de hambre de los militantes mapuches chilenos a quienes les fue aplicada la ley antiterrorista, ni de cada uno de los dramáticos conflictos que la comunidad enfrenta particularmente desde los años ’90, cuando vio perdidas sus tierras... una vez más. Tampoco imaginó Aimé que alguna vez habría una calle con su nombre –en un Puerto Madero igualmente inimaginable por entonces– ni mucho menos que su rostro iluminaría las paredes del Salón Mujeres Argentinas de la Casa de Gobierno a la par de los de Eva Perón, Juana Azurduy, Mariquita Sánchez de Thompson, Alfonsina Storni o Cecilia Grierson.
Painé, que nació el 23 de agosto de 1943 en Ingeniero Huergo, Río Negro, luchó más de la mitad de su corta vida por recuperar y promover la cultura de su pueblo, con una voz deliciosa que tanto cantó canciones como supo alzarse, desafiante, en foros internacionales y debates domésticos. Sin embargo, su nombre y su obra siguen siendo una rara incógnita para gran parte de los argentinos. Tal vez Aimé Painé, la voz del pueblo mapuche (Biblos, 2011) ayude a acabar con esa ignorancia. Profundo trabajo de investigación de la periodista y docente Cristina Rafanelli –nacida porteña, radicada en Bariloche–, este libro le demandó a su autora casi veinte años de investigación en los que recogió testimonios y rastreó fuentes. Luego de eso, Rafanelli –quien conoció a Painé a fines de 1979– precisó otros diez para conseguir una editorial que quisiera publicar su trabajo. “¡Pero si los mapuches no compran libros...!”, debió escuchar la autora alguna vez. “El valor de Aimé Painé –dice Rafanelli, de visita en Buenos Aires para la presentación– no sólo fue pararse frente a un micrófono y cantar. Ella dijo que su canto era una excusa: una excusa para difundir la cultura de su pueblo.”
–¿Cómo una artista que jamás grabó un disco y que murió joven, con casi nula difusión en la Capital, llegó a tener una repercusión –tardía, pero aun así enorme– que alcanza hasta la Casa de Gobierno?
–Una de las magias de Aimé Painé fue ser “la primera”. Cuando fue invitada a almorzar al programa de Mirtha Legrand, en plena dictadura, su presencia resultó un impacto: apareció vestida a la usanza de las mujeres antiguas de su comunidad, con toda la platería, y empezó a hablar y a contar... ¡y los teléfonos explotaron! Debemos entender el contexto histórico: además de la dictadura argentina, por entonces estaba también la chilena; los mapuches solían ocultar su raíz y no se asumían como tales, por miedo a la discriminación. ¡Y Aimé apareció a la mesa de Mirtha ataviada como una mapuche, exhibiendo lo maravillosa que era su cultura! Hizo camino, a machetazos. No grabó nunca, es cierto, pero cantaba por todo el país, en todo lugar que la recibiera. Cada quien que la vio alguna vez la recuerda; a cada quien que la vio, le pegó, porque era absolutamente carismática, un ser especial. Ella no sólo pasaba la tradición: explicaba su cultura. Sus recitales, a medida de que ella iba investigando a las abuelas, terminaban siendo, casi, clases de antropología: “¿Por qué hacen esto las abuelas?”, proponía. Y entonces contaba alguna anécdota. Primero, traducía: “Este canto se hace a la salida del sol, significa lo siguiente...”, y después, recién entonces, cantaba.
–¿Quiénes son las abuelas?
–Ellas son una de las cosas más admirables del pueblo mapuche. Nosotros vivimos en una sociedad que margina, que mete en geriátricos a sus padres y trata mal a la gente grande, pero para el pueblo mapuche las abuelas son quienes llevan la sabiduría; la mapuche es una cultura oral, y son las abuelas las que la guardan en su memoria. También los abuelos, claro, pero mayormente las mujeres: después de la derrota que significó la Conquista del Desierto, fueron sólo ellas quienes pudieron recordar cómo vivía su pueblo y mantener vivos sus conocimientos. Por eso es tan importante toda la documentación de las abuelas, porque, si no, todo se pierde. Aimé decía: “¡Qué pasa, las abuelas se están muriendo!”. Y, sí, las abuelas se van muriendo, aunque por cierto son muy longevas; hay algunas que han vivido 120 años y guardaban una sabiduría increíble. Pude conocer a Rosa Cañicul, por ejemplo: su abuelo era machi. Por lo general las machis –las curanderas, las sabias– son mujeres. Los mapuches valoran el matriarcado y a la mujer; es más: los hijos solían llevar el apellido de sus madres, y no el de sus padres.
A Aimé Painé le pasó otra cosa. Su madre, hija de tehuelches, abandonó a su esposo mapuche y a toda su descendencia y Aimé, a los 3, fue separada de su comunidad porque su papá, solo y necesitado de trabajar, no podía hacerse cargo de tantos críos. Fue enviada, con cero conciencia de sus orígenes, a un orfanato-colegio de monjas en Mar del Plata, donde su voz privilegiada encontró muy pronto un lugar en el coro de canto gregoriano. Un día, el próspero abogado y autor teatral Héctor Llan de Rosos y su esposa, quienes buscaban adoptar, recorrieron con su mirada la filita de lindas niñas rubias y perfumadas que les habían expuesto. De pronto, el hombre escuchó, al fondo del pasillo, el canto de una nena. “¿De quién es esa voz?”, dijo. “Tráiganmela.”
Ella tenía 7 años y todavía era Olga Elisa; allí, el primer pliegue de la historia. “Fue una niña educada en lo mejor de lo mejor”, cuenta Rafanelli. “Una princesa, criada en el lujo. Y empezó a investigar, y empezó a leer...” Terminados sus estudios en Mar del Plata, Painé se mudó a Buenos Aires, sola; se recibió de experta en belleza y peinados, tejió y pintó, y cantó durante muchos años en el Coro Polifónico Nacional. Al final, se enteró. “Cuando muchos años más tarde escuché cantar a las abuelas mapuches –contó una vez Aimé–, ahí me di cuenta de por qué me había gustado tanto el canto gregoriano.”
“No es que cuando conoció lo mapuche, entonces le gustó el gregoriano que había cantado en su infancia en el orfanato: fue al revés”, cuenta Rafanelli. “Como si se tratara de la otra memoria de la que habla (el psicólogo Carl Gustav) Jung... Aimé conocía de memoria aquellos cantos gregorianos y muchísimo después, cuando escuchó a las abuelas, se dijo: ‘Claro, esta otra memoria, la memoria de mi casa, era la que me hizo disfrutar del canto gregoriano que cantaba cuando era niña...’.” Tuvo que volver para atrás. Empezar de nuevo. Y armar el rompecabezas.
–Quien imaginara en ella a una “ingenua indiecita” se tropezó con una mujer instruida y combativa que escaneó medio continente con su canto e investigaciones antropológicas, viajó a Ginebra para participar en sesiones de la Subcomisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y terminó dando entrevistas para la BBC de Londres.
–Tal cual: ninguna “indiecita”. Aimé era muy fuerte en sus convicciones, bajaba línea a cada rato. Defendía a muerte el camaruco, la ceremonia sagrada de los mapuches: no quería que participaran blancos ni que se utilizara turísticamente, y era muy dura al respecto. Otros –muchos– le decían: “¿Pero por qué no canta usted ‘Valderrama’?”; como trabajo, le habría sido mucho más fácil hacer otro tipo de folklore más allá del mapuche y, sin embargo, ella: “No, y no, y no”. Era así de testaruda. Cuando la invitaron a Europa, además, pudo reunirse con muchos de los exiliados de las dictaduras chilena y argentina. Pero siempre que hablaba acerca de los horrores de la Campaña del Desierto terminaba pidiendo que sus hermanos no pusieran el acento en el odio y el resentimiento; explicaba que la revolución, ahora, tenía que ser cultural: “El blanco no nos respeta porque no nos conoce”, decía. Y otra de las cosas muy valiosas que hizo –su obra quedó trunca por su muerte, pero creo que era el camino que se había trazado– fue recorrer todo el Norte. Aimé había empezado a visitar a los tobas, a los guaraníes, a los wichis, y a contarles: “En el Sur están los mapuches, los tehuelches, los hermanos de ustedes, y esto es lo que hacen”. Les mostraba a los indígenas del Norte lo que hacían los indígenas en el Sur, pero a la vez se nutría de toda la cultura del Norte y, cuando regresaba al Sur, les mostraba a los mapuches lo que se hacía en el Norte. Creo que Aimé Painé habría terminado siendo una cantante étnica argentina, en el sentido más abarcador del término. Siempre decía que quería hermanar a todos los pueblos originarios; investigaba sus historias y era increíble cómo situaba geográficamente a cada pueblo, dónde estaban, qué hacían. Por eso es tan inmensamente valorada por los antropólogos. Creo que hoy Aimé, probablemente, estaría viajando a la Bolivia de Evo, a la Venezuela de Chávez o al Perú de Humala, y difundiendo en toda la América latina la cultura de los pueblos originarios argentinos.
En septiembre de 1987 Painé murió a causa de una hemorragia cerebral en Asunción, Paraguay, durante uno de aquellos viajes. “Yo no puedo trabajar con el detalle y la calma que me gustaría –había dicho–, porque las abuelas se mueren, simplemente. Y no hay muchos todavía que hagan lo que yo hago; y si yo me muero, ¿quién seguirá mi camino?”
–¿Quiénes siguen ese camino?
–Sin dudas, la actriz Luisa Calcumil; ambas se conocieron durante la filmación de Gerónima (Raúl Tosso, 1985), una película que ganó muchos premios. Luisa también canta, y sigue los pasos de Aimé. Otra gran artista es Beatriz Pichi Malen, y hay algunos cantantes más. Pero Aimé fue la primera.
“Ojalá las palabras pudieran expresar lo que Aimé emanaba”, escribió León Gieco en la contratapa del libro: “Belleza, seriedad, dulzura y convicción en la búsqueda de sus raíces”. Desafortunadamente, como ya se dijo, no hay discos de Aimé Painé. “No hay cómo escucharla”, confirma Rafanelli. “Existe un CD que hace un par de años editó la Legislatura de Río Negro, pero está juntando polvo en las bibliotecas. Deberían reeditarlo; quizás este libro sirva para que Aimé salga del olvido. Y valdrá la pena. ¿Sabe por qué todos la aman tanto? Porque de golpe toda una cultura, toda una raza que fue tan discriminada, tan vapuleada, tan maltratada, encontró a una persona que le habló de lo hermosos que son, y le devolvió su dignidad. ‘Ustedes tienen que sentirse orgullosos de su sangre mapuche’, les decía Aimé. Después de tantos años de: ‘¡Vos sos un indio de mierda!’, Aimé les dijo: ‘Vos sos hermoso. Vos valés’”.
Sobre la calle Aimé Painé, en Puerto Madero, hoy se ofrecen para la venta o alquiler departamentos chiquititos (177 metros cuadrados) y otros, claro, más amplios. Sobre la calle Aimé Painé, una gran variedad de restaurantes incluye uno cuyo chef, según su página web, “estudió cocina en Francia y da vida a sus recuerdos de infancia con recetas clásicas”. Es una linda calle, en serio.
“A mí me fastidia mucho escuchar que alguien dice que la cultura del mapuche es una cultura en extinción”, le explicó Aimé al narrador Leopoldo Brizuela. “Más allá de que sea cierto o no. ¡Qué rápidos somos a veces para decir que algo desapareció! Y qué lentos para preguntarnos por qué. La tristeza del pueblo mapuche, mi tristeza, es parte de mi identidad... y de la identidad del país. Porque el país lo formamos todos, ¿eh? Los ricos y los pobres, los blancos y los indios. Aunque los blancos ricos, en general, se lo olviden.”
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